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jueves, abril 25, 2024

La mojonera invisible

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En las costas de nuestro país es común ver tendidos de boyas náuticas que demarcan la zona donde empieza el peligro para los nadadores, sea porque ahí arranca lo “hondo” o porque pasan lanchas de motor, motocicletas acuáticas o cualquier vehículo capaz de lesionar a un nadador desprevenido. También se usan para avisar de la presencia de tiburones y hasta de cocodrilos, como ocurre en algunas playas de Zihuatanejo. A pesar del consenso y de las historias negras sobre ahogados y personas que perdieron literalmente la cabeza al dejarla entre las hélices de una lancha, muchos turistas irresponsables o los clásicos nadadores locales pasan esa línea de seguridad para adentrarse más allá de la zona segura. Es inevitable. Cada verano cobra su cuota de muertos y desaparecidos en lugares donde, claramente, hay boyas que demarcan los límites seguros de mares de apariencia tranquila. Por algo las ponen donde las ponen. Otro ejemplo son las mojoneras que marcan los límites entre propiedades. Lo que sucede cuando se traspasan es que el infractor recibe un tiro en la cabeza, o pasa a formar parte de los desaparecidos de este país.  

Por todos lados vemos, sentimos o resentimos la presencia de una marca que indica la prohibición de continuar. Porque si pasamos, violentamos el derecho de otros a resguardar sus bienes, su propiedad, su bienestar o su vida. En esa categoría entra también el derecho al buen nombre, al honor y a defender un prestigio. Las fronteras que separan los actos materiales o simbólicos que dañan esos derechos son a veces muy escuetas. Invisibles, inscritos en alguna ley, los derechos a la privacidad se han ido quedando atrás, revueltos con las consignas de activistas y biempensantes defensores de la libertad de creación, de expresión y de publicación.  

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En 2014, el escritor francés Régis Jauffret publicó su novela La balada de la isla de Rikers acerca del escándalo mediático que terminó con la carrera política del entonces director del Fondo Monetario Internacional, Dominique Strauss-Kahn. El escritor se sirvió con la cuchara grande: describió lugares y personajes perfectamente identificables, incluido el nombre real de la mucama del hotel: Nafissatou Diallo, quien fuera la víctima de Strauss-Kahn en un intento de violación perpetrado en la habitación en la que se hospedaba el francés, y donde ella trabajaba limpiando el tiradero de visitantes de todo el mundo. Tampoco ocultó la nacionalidad africana de la empleada. Describió una escena de violación inventada (para eso sí se las gastan muchos escritores calenturientos), que contradijo la resolución del tribunal civil sobre un cargo menor por difamación y sentenció al economista a pagar –se dijo, aunque no es seguro– una suma que alcanzó los 6 millones de dólares.  

Régis Jauffret se permitió usar el impulso de ese escándalo que derribó las ambiciones de un candidato a la presidencia de Francia. Datos confidenciales fueron expuestos en aquella novela, cuyo editor defendió con el peregrino argumento que dan todos los zopilotes literarios: “Es ficción”. La mojonera de la libertad de expresión y de creación fue derribada para permitir el paso de un ambicioso sin ideas propias y de un editor sin escrúpulos. El público está ansioso de escándalos, dijo Jauffret en su momento. Eso mismo ha argumentado cada uno de los escritores que carece de temas propios y sueña con que uno de sus mediocres libros lo catapulte a la fama instantánea. 

Pero cuando un tribunal correccional de París resolvió la denuncia por difamación que interpuso Dominique Strauss-Kahn contra Jauffret, su resolución final condenó al escritor a pagar una serie de multas e indemnizaciones, y prohibió realizar cualquier nueva edición de la novela que no retirara los fragmentos considerados “difamatorios” por el demandante. 

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En marzo de 2019 se desató en México la marea del MeToo EscritoresMx. Entre los escritores que fueron señalados por tener entre sus gracias violar y acosar compañeras en los encuentros, talleres y fiestas del gremio destacó un escritor que, empachado de literatura gringa, hizo el mismo ejercicio de apropiación de vidas de gente real en algunas de sus malísimas novelas. E iba más allá: saltaba la tenue frontera entre la libertad de expresión y el derecho de los otros a resguardar su privacidad y su buen nombre para convertir cada presentación del libro en turno en una especie de foro en el cual exhibía detalles que podrían prestarse a una sanción o “escracheo” público por ser demasiado obvios.  

Su método llegó tan lejos que, entre las acusaciones de mujeres que sufrieron su acoso, destacaba la manera tan singular en que el seudoescritor amenazaba a quienes no aceptaban irse a la cama con él: “Voy a escribir una novela sobre ti”. La horrorizada víctima sabía que lo podía cumplir. Había asistido a muchas fiestas donde el enamoradizo compañero de letras presumía de haber “usado” la vida ajena de varias personas sobre la base de que “su vida será suya, pero su biografía es mía porque me da regalías”. En el rating mediático del MeToo EscritoresMx, el referido escritor quedó en destacado lugar entre los más persistentes acosadores del medio literario nacional.  

Esta transgresión es interesante porque plantea hasta qué punto “usar” la vida ajena como base de una historia podría ser una violación del derecho a la intimidad, al honor y al buen nombre. En México es muy difícil –o muy caro– lograr que una demanda de ese tipo prospere y se llegue a indemnizar a la víctima. No todos tienen los recursos y contactos que seguramente tiene Dominique Strauss-Kahn.  

Sin embargo, la marea feminista avanza, no cede ante las intimidaciones de machos amargados ni de escritores menores. Al paso de esa marea se irán beneficiando otros sectores, porque pelear por el derecho a la vida privada y a la intimidad solo puede atraer mejoras en las leyes y sensibilización de jueces y abogados. Lo que va quedando claro es que, hoy por hoy, el respeto a las mojoneras, boyas o cercas que indican dónde termina la libertad de expresión y dónde empieza el derecho del otro se han hecho más visibles y, por qué no, inescapables.  

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