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jueves, abril 25, 2024

La guerra de las mujeres V: misoginia en el eterno femenino

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Leidi Viveros a lo más que llegó en su trayectoria de 15 años en la burocracia fue a jefa de departamento. Cuando salió del último trabajo se puso a lanzar currículums por todos los canales digitales habidos y por haber. Estaba por aceptar uno de cajera en Walmart cuando se vino la pandemia y la enclaustró. Nunca se sabrá si fueron esos meses los que le resecaron el corazón o si ya de por sí lo traía como betabel para botana. Cuando la suerte la hizo tropezarse con una amiga –de esas de toda la vida que una nunca ve, pero con las que siempre se pacta salir a tomar ese cafecito–, las puertas de la gloria laboral se abrieron para ella: sería gerente, no simple cajera. Sería la mandamás, la que todo lo puede, la sin par estrella de las grandes comisiones y el bastón de mando. Su amiga de toda la vida era ni más ni menos que la asistente del mero director general.  

Con ayuda de la susodicha obtuvo el puesto. Para entonces ya se estaban abriendo las actividades y una nueva variante del Covid circulaba con benevolente apariencia de gripita.  La recién empleada salió a su primer día enfundada en unos jeans ajustados y unas sandalias de 30 centímetros. Leidi Vi respiraba animosa el aire concentrado de su cubrebocas mientras hacía planes para comerse el mundo, al menos el de los Walmarts. Que no conociera los tejes manejes de la vida comercial, el trato con proveedores, de mercadotecnia, ni se imaginara siquiera cómo se planeaba la logística de la mercancía en los pasillos, no importaba: ella era ahora la gerente de la sucursal del Centro. Y su relación con la particular del director, es decir, con la señora del señor, garantizaría su florecimiento en esta desconocida área laboral.  

Luego de las primeras entrevistas (habló hasta a las afanadoras porque información es poder, decía), apartó para sí un equipo de colaboradores. Todos ellos hombres. Sólo tendría dos secretarias, porque más de dos es malo para la salud, al decir de su difunto padre, que tuvo abarroterías y casas chicas en tres colonias distintas. 

Desde el inicio se manifestó en contra de cualquier empleada que solicitara hablar con ella. Los permisos sólo eran para los empleados varones. Solía vigilar muy de cerca de las mujeres que además eran mamás, pues ya sabía que ese peculiar segmento de su plantilla de empleados era como mutantes que se escurrían a la calle con cualquier pretexto para ver a sus retoños en horario laboral. 

Pronto empezó a gritar y a humillar en público a las empleadas que no entendieran o no siguieran sus órdenes como ella quería. Solía pasearse por las naves de la tienda escoltada por un grupo de sus más jóvenes y pasables empleados varones.  

Empezaron a llamarla la Mariscala, la Generala, la Doña, entre otros apodos menos cinematográficos, pero más barriobajeros. 

Unos dos años después la mandaron llamar de la Dirección General. Ella pensó que le darían un ascenso. En realidad, le otorgaron una patada en el trasero. El director estaba cansado de tantas quejas. Ya hasta los Derechos Humanos habían intervenido. Leidi Vi salió de la tienda con la mirada al frente, sin su escolta de jóvenes empleados y en medio de los aplausos y vítores de las empleadas.  

Sólo al final se dio cuenta de que el castigo era real. La acusaron de ser una mujer misógina: “Eso no existe”, fue su última frase antes de firmar su renuncia. 

Luego de su salida, la asistente del mero director general, su amiga de toda la vida, le invitó un café. Esta vez Leidi Vi no pospuso la cita. Pensó que le ofrecería la gerencia de otra sucursal. En realidad, en cuanto se sentó frente a ella, la soberbia Leidi explicó a su amiga que lo ocurrido eran puras grillas baratas. “Esas viejas”, insistía, “son una peste. Bola de mugrosas sin estudios, sin clase, sin planes, huevonas, quejinches; de todo arman una telenovela”, decía con el ceño fruncido y sus dos cejas cuidadosamente esculpidas con el mejor microblading del condado, aleteando a la manera de una agonizante mariposa negra. Luego de un suspiro, concluyó: “Los hombres saben trabajar, son diligentes, te ayudan y te respetan”. 

Su amiga la miró con ojos de lástima: “Querida, fueron tus empleados varones los que te acusaron con el director. Las mujeres nunca se atrevieron”. Leidi Vi no podía creer tamaña mentira: “De seguro tú te inventaste eso”; y enseguida le espetó reclamos de hacía años. La amiga de toda la vida se levantó de su asiento, tomó su bolso y le dijo: “Tus cartas de recomendación estarán mañana. Ni yo ni el director queremos perjudicarte más. Eso lo haces muy bien tú sola”. 

Según el Diccionario de uso del español de María Moliner, misógino es aquel hombre que “rehúye el trato con las mujeres”. Podría decirse, por extensión, que misógino es el hombre que odia o siente aversión por las mujeres. En ese sentido, Leidi Vi tenía razón. No hay un término que defina a las mujeres que odian a las mujeres. Sin embargo, en México existe una ley creada para prevenir y eliminar la discriminación. De esta forma, la misoginia genera actos de discriminación tan graves como los ejercidos contra homosexuales, lesbianas, extranjeros, indígenas, judíos o negros, entre otros grupos. 

La Ley General de Acceso de las mujeres a una vida libre de violencia (LGAMVLV, 2006), en el artículo 5, fracción XI se refiere a la misoginia como aquellas “conductas de odio hacia la mujer y se manifiesta en actos violentos y crueles contra ella por el hecho de ser mujer”. 

En esta última definición no hay sesgos de género que diferencien a quien comete esas conductas. Los comportamientos de odio hacia la mujer pueden propiciar el secuestro, violación y muerte de una jovencita a manos de una pandilla de adolescentes varones, pero también podrían implicar castigos corporales y abusos de todo tipo de una madre hacia sus hijas. La misoginia es una expresión de rechazo a las mujeres por el solo hecho de ser mujeres.  

Concluyo así este recorrido por mis inquietudes sobre el futuro de las mujeres, su evolución y presencia en el espacio público. Cinco semanas no bastan para hablar de los temas que nos agobian, ni de todas las nuevas responsabilidades que debemos enfrentar.  

Las mujeres somos parte sustancial del cambio. Tomemos la estafeta de nuestras abuelas, hermanas, tías, amigas y sigamos caminando. 

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