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martes, abril 16, 2024

La escritura fantasma

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Un fenómeno que creció con el confinamiento a causa de la pandemia es el de los libros hechos por autores noveles, espontáneos muchos, salidos de talleres otros, sin experiencia de publicación casi todos. En medio de las cuarentenas, muchos concretaron su anhelo de escribir un libro entero. Pero hubo otros que a la fecha conservan el deseo, y no se animan o se consideran derrotados antes de siquiera intentar esbozar una historia por escrito. El famoso pánico a la pantalla en blanco es para ellos una realidad: tras varias horas de titubeos, fugas al centro comercial, visitas al puesto de tacos de asada de la esquina, repaso de ideas escritas desde la secundaria, el aspirante a escritor por fin se sienta ante la máquina y, sacudiendo la cabeza, teclea una primera frase que borra de inmediato. Después se levanta por un café y se acuerda de que su comadre Delfina le prestó el último libro de Pilar Quintana y se sienta a leer las primeras cinco páginas, como aprendió en algún tutorial de YouTube. En esas cinco primeras páginas está todo: tema, trama, personaje, conflicto principal, estilo narrativo, todo. Pasan dos horas y ya es hora de checar las novedades de Netflix. Y así hasta la hora de dormir. Mañana será otro día, piensa el autor en ciernes, esperanzado. Cuando ya han transcurrido diez años, la emoción creativa de seguro ya dio paso al miedo. Es entonces cuando la comadre Delfina le recomienda al frustrado autor buscarse un escritor fantasma. Alguien que pueda redactar esa gran historia de su abuelita o la de su tío, el amigo de Pancho Villa. 

 

Los escritores fantasmas (término que concibieron los estadounidenses justo porque ni su nombre ni su imagen figuran en los créditos de las obras que escriben por encargo) son, ni duda cabe, una aportación de la precaria vida económica de muchos escritores al arte. Alquilar la pluma representa una tradición del oficio de escribir. En los países de habla hispana –colonialistas como somos- nos referimos a esa secreta figura como “negro literario”. Es decir, un escritor o escritora que escribe de manera solvente, pulcra y camaleónica (porque imita a la perfección cualquier estilo) y ayuda a elaborar las novelas, libros de ensayo o académicos de otros menos talentosos o menos proclives a sacar adelante proyectos de escritura.   

Un caso muy conocido es el de Alexander Dumas. Nadie puede poner en duda su enorme talento y gran capacidad escritural. El autor francés tenía tantas ideas y tantas historias en su rizada cabeza que llegó a emplear a sesenta y tres “negros” que hicieron posible su gigantesca producción literaria. De todos ellos, hubo uno que destacó: Auguste Maquet, quien llegó a las puertas de Dumas luego de varios rechazos editoriales. Al revisar la obra rechazada, el autor de Los tres mosqueteros la retocó y la mandó publicar con el nombre de ambos. Sin embargo, el editor se negó a incluir el nombre de Maquet en los créditos. Así fue como El caballero de Harmental apareció publicado solo con el nombre de Dumas. 

 

Actualmente, el trabajo del negro es el mismo de entonces: el autor le entrega algunas líneas, unas ideas y el negro se encarga de redactarlas. Luego el autor simplemente las embellece, las retoca, recorta e insufla la vida que el negro no pudo darle. Y ésa es la triste realidad de quien escribe por encargo: puede tener talento, pero no tiene “el duende”, eso que los verdaderos creadores ponen entre las líneas de cualquier historia, poema, obra de teatro o ensayo que otros hayan escrito para convertir el conjunto de palabras en una obra de arte. 

 

En mi caso, yo sí separo los conceptos de “negro literario” y de “escritor fantasma”. Para mí, el escritor fantasma es un buen escritor que ayuda a investigadores, historiadores, editores y autores a salir del trago amargo de un prólogo, una introducción, una contraportada. También hacen discursos políticos, académicos, para quince años y graduaciones. Pero se les niega la autoría: sus textos aparecen a nombres de otros. A veces, el lector atento encuentra al fantasma entre las líneas de algún texto árido. Lo intuye, lo huele, percibe hasta un cierto color, aire y belleza donde no había más que arena de construcción sin usar. El negro, en cambio, se da a la ardua tarea de recolectar datos, plantear argumentos, esbozar personajes y, muchas veces, escribir una primera versión de una obra que –misterio de misterios– podría acabar en las mesas de novedades o en los saldos de libros académicos. El negro cumple, para eso le pagan. Hace la parte más ruda pero casi nunca aporta ideas propias ni tampoco sus tesoros internos, su uso del lenguaje, sus imágenes, su estilo. A diferencia del fantasma cuyo nombre no se conocerá nunca aunque sí su brillo, el negro carga sobre su espalda el deber de sacar adelante proyectos alejados de su mundo temático, de sus ambiciones personales y de su fe en sí mismo. 

 

He sido escritora fantasma muchas veces. Me han encargado desde discursos políticos hasta textos religiosos. Y en todos ellos he tratado de poner un poco de mi pasión por las palabras y su belleza. No puedo decir que me complazca ver publicados textos míos a nombre de otros, pero tampoco me molesta. He ayudado a sacar adelante libros de autores atorados entre  montañas de datos para una biografía, o novela, o vidas de santos. A estas alturas puedo decir, con la misma convicción de mi madre, que quien es buen gallo –o escritor– donde quiera canta. 

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