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miércoles, abril 24, 2024

He visto al diablo de frente

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La creadora de novelas negras Maud Tabachnik es francesa, impúdica y dice lo que piensa. Podríamos agregar que es una especie de activista preocupada por situaciones que a otros les sacarían sólo bostezos. Maud se considera una escritora de temas “sociales”, como el de las muertas de Ciudad Juárez, de quien nadie en estos tiempos se acuerda ya.  

En 2006 apareció He visto al diablo de frente, novela de la Tabachnik sobre la epidemia de feminicidios que azotó esa ciudad fronteriza de nuestro país en la década de los 90 y se adentró en casi todo el siguiente decenio.  

Siempre interesada en dicho tema, ajena a que estaban por acabar mis días de vino y rosas, me procuré el libro y me encontré con muchas sorpresas no muy agradables. Por ejemplo, muchos europeos, incluyéndola a ella, siguen creyendo que México se halla en “América Central”. En el límite de lo risible, su desconocimiento de la geografía y los lugares de este país introduce a los lectores por caminos llenos de nombres tan extraños como el “Monte Huevos”, situado entre “Solana” y “Huerta”. Caminando en los terregales de la miserable zona suburbana, vemos campesinos que, agobiados por la necesidad de comprar el vestido de primera comunión de su hija, llevan a vender sus gallos de pelea y decenas de gallinas, todos ellos producto del trabajo familiar en un jardín que apenas si les da para cosechar dos docenas de tomates y pimientos morrones, sin saber que los gallos de pelea valen una fortuna y los pimientos morrones no crecen en el clima semidesértico de Juárez.  

Eso es sólo el principio. He visto al diablo de frente es una novela armada a base de información de la internet, supuestas entrevistas (supongo que virtuales) con el único experto en el caso Juárez que, en los años en que esta novela se escribió, había en México: Sergio González Rodríguez, que en paz descanse.  

En entrevista para medios electrónicos, la escritora refiere su incursión por “recortes de prensa” (me imagino que de periódicos europeos), y otras fuentes documentales. No dice, pero yo asumo que también vio todas las películas que sobre la frontera México-Estados Unidos se habían producido en muchos años de westerns, asaltos a trenes y, de manera muy incipiente en ese lejano 2006, trata de personas y feminicidios, esto porque sus descripciones están salpicadas de detalles francamente ridículos, como los restaurantes decorados con fruteros enormes llenos de piñas y mangos, las banderitas y el papel picado movidos por el viento en cualquier hotel, restaurante de lujo, cantina o puesto de hotdogs de la ciudad.  

Hay que reconocer que la señora se mostró aguerrida. Pero no para plantear un tema espinoso (al parecer lo ha hecho en otras ocasiones con gran éxito de ventas), sino para inventar una realidad fársica, donde las calzadas son calles pobladas de “Mexmobiles” (o sea, una marca mexicana de autos), y donde las muchedumbres nocturnas no sólo son jaurías de personajes hambrientos de diversión al estilo gringo, sino también cómplices de los que surfean la noche en busca de mujeres listas para convertirse en osamentas del desierto. 

Para mí, lectora mexicana interesada en el tema, resultó un ejercicio de paciencia y contención llegar al final de las 316 páginas del libro, donde hallé la larga y verídica lista de los expedientes de las mujeres desaparecidas en la dolorosa realidad de Ciudad Juárez hasta ese entonces. Colegí que la apuesta de la autora no era otra que atacar a las autoridades mexicanas, pero en realidad lo que hizo fue agredir de nuevo a las víctimas y a sus familiares al hacer uso de nombres y circunstancias reales.  

Al final, la morralla solo le alcanzó para plantear una solución endeble, un amorío entre la protagonista Sandra (la detective) y una periodista llamada Isabel Arvide (la escritora usa sin el menor recato los verdaderos nombres de todo el mundo, incluido el del ex gobernador Patricio Martínez), más un supuesto enfrentamiento con el corrupto jefe de la policía de Ciudad Juárez, un tal Pedro Armandáriz. 

La pesadilla pseudoliteraria de Maud Tabachnik tiene como escenario la más hostil de las ciudades, Ciudad Juárez, inscrita en la “federación de Durango”, donde los gobernadores tienen “gobernadores adjuntos” y las “brigadas de represión de estupefacientes” pelean del brazo de una fantasmal policía federal, la cual debe vencer su marcada tendencia a la corrupción e indiferencia ante la crueldad de los feminicidios. 

Y yo, que sí había visto al diablo de frente en el mero corazón de Ciudad Juárez, ignoraba que con la lectura de la infame novela de Tabachnik se inauguraba para mí una obsesión –parecida a la de uno de mis escritores judíos favoritos, Isaac Bashevis Singer– por reconocer el rostro del mal en una de las formas más visitadas, temidas y sobrevaloradas de nuestro imaginario colectivo: el diablo, el “amigo” que nos engaña con hacernos creer que no existe.  

Pero esa es otra historia, quizá tan jalada de los pelos como la novela de Tabachnik.  

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