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jueves, marzo 28, 2024

El vértigo de las palabras

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Una de las preguntas que suelen hacerse a los escritores al inicio de una entrevista es la siguiente: ¿por qué escribes? Y cada vez la respuesta se atora entre las inclementes ráfagas de pensamientos, recuerdos, ocurrencias y chistoretes que atraviesan el cerebro de quien se ve obligado a pasar ese obligado y casi ritual primer trago amargo de una conversación destinada a informar al público interesado. Una de las posibles salidas al embarazoso escrutinio es remitirse a la tía Juanita que nos contaba anécdotas de la familia salpimentadas con comentarios picantes o incorrectos. O hablar sobre los cuadernos donde el abuelo plasmó sus memorias y que nos despertaron el apetito por dejar nosotros mismos algún escrito para la posteridad.

En mi caso siempre recurro a la que considero mi mejor historia de iniciación: aquella lejana tarde de verano en que terminé de leer la obra más conocida de la norteamericana Louise May Alcott: Mujercitas. La protagonista, Josephine March, la famosa Jo, aspirante a escritora en una época en que dicho oficio se consideraba exclusivamente una actividad de hombres, inspiró la construcción de mi primera novela. La convicción llegaría años después, cuando empecé a sentir la urgencia de poner en palabras escritas mis múltiples desavenencias con la vida adolescente. Y después la escritura se volvió vital, irrefrenable y acuciante. Leer y escribir historias se volvió el eje de mis días. ¿Cómo puede alguien explicar ese fenómeno sin caer en lo cursi o en lo trillado?

Actualmente el interés en la escritura creativa ha crecido de manera exponencial. Los talleres se multiplican, hay oferta y demanda, el talento se despliega en las sesiones virtuales y en las presenciales, cuando las hay.

Los que escogimos persistir en la ruta espinosa y nutricia de la escritura como forma de vida, sin embargo, seguimos siendo los más necios. Los que nos aferramos, a pesar de los agobios de todo tipo, de las capillas y los ninguneos, de los divorcios, los hijos y el desempleo. Obcecados como somos, nada nos quita la emoción de planear una novela, la biografía de los personajes, los puntos de vista, preguntarnos a las cuatro de la mañana las razones de plantear tal o cual escenario en la escaleta o sopesar si el final de un cuento carece de fuerza emotiva. Y aunque nuestro accionar cotidiano se encargue de los asuntos laborales, familiares o sociales, la fuerza centrípeta de la escritura permanece intacta en nuestra cabeza, y con cualquier pretexto nos regresa al espacio y al tiempo que nos habitan en realidad a cada momento.

La respuesta que nunca doy, quizá por no tener un argumento consolidado, es que por la época en que leí Mujercitas mi maestra de tercero de primaria me pasó a leer frente a la clase y, después de escuchar mi trabajo, me dijo que nunca dejara de escribir. Mínimo pero fundacional consejo. La profesora debió haber visto algo en mis letras que le sugirió una posible vocación. O captó algo parecido a la pasión en el timbre de mi voz al leer aquellas líneas, el vértigo de las palabras que dejaban de ser mías y salían a recorrer otros universos mentales. Tal vez la maestra vislumbró el instante preciso de mi pacto con la escritura y las historias: el espectáculo luminoso y elusivo del talento emergente, de la pasión original y desprovista de ambiciones espurias. ¿Cómo explicar esa sacudida, esa conmoción, a un entrevistador?

Lo que sigue es todavía más complejo. Nos preguntan por el inicio, el deseo, quizá. Nunca nos piden explicar las largas sesiones frente a una máquina de las que no se obtiene nada, los talleres donde se sufre el maltrato de malos lectores y la desatención de talleristas poco interesados en que sus alumnos encuentren las herramientas adecuadas para cada uno. Menos aún cuando se trata de impulsar aspectos como el lenguaje y su belleza, la multiplicidad de soluciones que convierten a un texto simple y con problemas de ortografía en una pieza de gran belleza narrativa.

Tampoco nos preguntan si la necesidad de escribir se nos pudrió en el camino para convertirse en un amasijo de ambiciones y deseos de breve fama. Los que escribimos sabemos que el talento no basta para tener una legión de lectores. Hay muchas obras sin calidad en cualquier editorial comercial, como también en las independientes y entre las publicaciones de autor. Por eso pienso que, entre tantos escritores y escritoras que desean hacer una carrera, que no una trayectoria, habrá alguno cuya obra logre ser al final de muchos esfuerzos un auténtico reflejo de su mundo trabajado con disciplina y compromiso, un lugar donde sus lectores encontrarán nuevos sentidos, experiencias inéditas, vislumbres del futuro o del pasado y, sobre todo, emociones que los impulsen a guardar el registro de aquella lectura en su memoria. Sin embargo, a decir de quien publica bajo el seudónimo de  Elena Ferrante, hay otro factor más escondido, más escurridizo. Lo que separa al escritor o escritora con disciplina y talento de convertirse en uno de los más importantes exponentes de la literatura universal es la suerte.

Tendríamos que tener una bola de cristal para mirar el futuro de nuestra obra. Debemos conformarnos con la promesa del día: el vértigo de las palabras, su poder y nuestro compromiso con ellas. Perseguir y persistir en el “siniestro delirio” de consignar las sombras. ¿Que por qué escribo? Parafraseando a Alejandra Pizarnik puedo decir que, desde siempre, mi amor por las palabras sólo ha abrazado lo que fluye como lava del infierno.

Ésa, en todo caso, tendría que ser la respuesta correcta.

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