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viernes, junio 13, 2025

Le fabuleux destin de moi-même II: El despecho de Rumpelstiltskin

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Llegamos a Grecia y mi viaje de ensueño se volvió una pesadilla. Recordará el hipócrita lector que, desde que conocí a Jimmy, el personaje que organizó el viaje empezó a mostrar su verdadera cara: patán y violento. O bueno, siempre lo fue… pero apenas comenzaba a demostrármelo.
Imagino que pensó que la distancia haría que el francesito y yo nos olvidáramos mutuamente, pero ocurrió todo lo contrario. En cuanto tuve internet en el celular, ya tenía notificaciones de WhatsApp y una solicitud de amistad en Facebook.
Antes de que pudiera hacer una videollamada con Jimmy, el “guía enojado” me pidió que platicáramos. Quería desahogarse y, más que nada, humillarme —como me quedó clarísimo al terminar su sermón.
No paró de decirme que era una tal por cual, y de las peores… porque no cobro. Yo, en serio, quería entender su molestia, porque semanas antes incluso había considerado irse a Japón a arriesgarlo todo con Yoko Ono.
Figúrese usted que hasta trató de cachetearme, el muy machito. Ya al límite de su berrinche, me exigió que dejara el grupo, que no pensaba seguir el tour conmigo. Le dije que sin problema, pero que me diera todas las reservas que estaban a mi nombre y yo me las arreglaba sola.
A mis dos amigos les dijo que no tenía problema con ellos, solo conmigo. Pero ellos me respaldaron: dijeron que si yo me salía del grupo, ellos también. Le exigieron sus propias reservas para continuar el viaje por nuestra cuenta.
Mientras “iba a buscar nuestros papeles”, pude llamar a mi francesito. Le conté la situación y, sin pensarlo, me dijo: «Regrésate a París conmigo». Honestamente, no quería perderme el resto del viaje —me faltaban Italia y Egipto por conocer—, pero tampoco quería arruinarles el tour a mis amigos. Además, aún tenía miedo: recién conocía a Jimmy, y no podía dejarme ir como gorda en tobogán.
Mi videollamada se interrumpió por —a quien desde ahora llamaré— Rumpelstiltskin. Supongo que se dio cuenta de que no pudo aislarme como pretendía: no contaba con la lealtad de mis amigos. Lo pensó bien y dijo: «Ok, sigamos todos viajando juntos». ¡Cuánta generosidad del hombre!
No fue la mejor decisión, pero eso lo iba a averiguar más tarde. Le adelanto la moraleja: nunca viajar con alguien despechado.
Rumpelstiltskin se empeñó en hacerme vivir el peor viaje de mi vida: me aventaba los boletos de tren a la cara, tiraba las entradas de los museos al suelo para que yo las recogiera, me cobró pasajes que ya estaban incluidos en el pago del tour y me dejaba al final en todo. Mis amigos —he de agradecerlo— me acompañaron en el mal momento, pero incluso con ellos al lado, el trago sabía amargo.
No aguanté. Le dije que si seguir viajando juntos implicaba soportar su patanería, mejor nadota. Le pedí mi reserva del vuelo de regreso a México, programado para dentro de dos semanas, y entonces sí, le iba a tomar la palabra a Jimmy para regresar con él. No sin antes una buena rezadita para no acabar víctima de algún franco-clan delictivo. Virgencita, plis.
Rumpelstiltskin, otra vez, reculó en sus movimientos y pidió tregua… a una pelea que él había iniciado y que estaba librando solo. ¡Pobrecito!
Me dijo que «ok», me devolvería mi reserva, pero en Italia, porque ahí era más fácil hacer la conexión con Francia. Llegamos a Milán. «No, mejor en Florencia». Luego: «No, mejor en Venecia». Después: «No, mejor en Roma… ahí podrás regresarte a París».
Finalmente, llegamos a Roma. Imagino que esperaba que, ya encaminada en el tour, desistiera de mi decisión de regresar con mi francesito, pero no. Cambió de estrategia y empezó a ‘tratarme bien’. Me pidió terminar el viaje juntos —aún restaban cinco días en Egipto y ya estaba todo pagado—, pero en serio no quería pasar más tiempo a su lado. Algo que, de hecho, no había surgido en el viaje, sino desde tiempo atrás: estaba cansada de sus altibajos emocionales, de su jueguito de «somos amigos pero te celo», de su demanda de atención a cualquier hora, de sus arranques depresivos.
En ese momento le solté que, para mí, él era un vampiro emocional, porque siempre todo se trataba de él: de cómo se sentía, de con qué nueva rubia-delgadita-ojiverde iba a involucrarse ahora, de lo desgastante que era ser su amiga.
Y para rematar su oferta… me confesó que me amaba. Tremenda patada de ahogado, después de que siempre me echaba en cara que nunca podría fijarse en alguien como yo: una morena, chaparra y fea.
Para serle sincera, hipócrita lector, durante los dos años que fuimos amigos yo ni siquiera tuve intenciones amorosas con él, pero siempre pensó que sí. Y en todo momento me “friendzoneaba”; siempre dejaba claro que su futura esposa y madre de sus hijos no era ni remotamente como yo. Ah, ok.
No tuvo más remedio que darme mi reserva a México. Me quedaba una semana. Y regresé a París, donde Jimmy ya me esperaba con ansias. A todos los rescatados de San Martín les había presumido que yo volvería; a los empleados del hotel, a todo mundo les había dicho que iba a regresar.
Ma compagne, me presentaba con todos.
Anduvimos como cliché de película: los enamorados caminando por las calles parisinas, comiendo crepas y bebiendo vino caliente.
Hasta que llegó la fecha de mi regreso a México, que coincidió con que a todo el grupo caribeño lo moverían a Lyon, en espera de que el gobierno les diera sus documentos personales y apoyo económico para trasladarse con algún familiar.
Jimmy ya había decidido que, en cuanto recibiera su pasaporte y con la ayuda gubernamental, se iría a México a alcanzarme. Sus amistades le pedían que lo pensara bien: «Te van a cortar un dedo», le advertían, por la mala fama (¿o no?) de las tierras aztecas. Pero eso no lo espantó; siguió firme en la decisión de venir conmigo.
No sé si usted, hipócrita lector, cree en el destino o si es mera cursilería de mi parte, pero los eventos siguientes me gritaban que este encuentro, esta relación, este amor, ya estaba escrito.
Pero no nos adelantemos, que aún falta camino por recorrer. Lo que viene después merece su propio capítulo. Por ahora, lo dejo hasta aquí, con la promesa de que la historia continúa.

 

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