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jueves, marzo 28, 2024

Ingeborg, poeta

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Actualmente, la práctica de la escritura creativa se ha vuelto un oficio muy codiciado. A los talleres de escritura creativa entran muchas mujeres de todas edades, desde adolescentes hasta mujeres maduras y de la tercera edad. Por supuesto, también se animan muchos hombres que antes no hubieran pensado en escribir relatos o poemas y vivir de ellos. Me refiero a los adolescentes y hombres jóvenes que una pensaría más cercanos a los videojuegos que a la ardua labor de poner ideas en una pantalla en blanco. Hordas enteras de nuevos aspirantes a escritores se unen a los talleres que surgen como hongos en las promociones de las redes sociales. Escuelas y talleres de escritores fundados por espontáneos llenan los feeds de anuncios pagados en las redes. Todos —con sus honrosas excepciones— ofrecen cursos maravillosos sin garantía alguna de calidad real. Bien por ellos. Lo que no saben sus animosos tutores es lo fácil que resulta decepcionar a un alumno o alumna si no se tienen las herramientas para encauzar sus ambiciones y cambiarlas por algo más sólido, más real: una forma de vivir, de pensar, de ser. Muchas personas —en particular mujeres— salen de esos talleres convencidas de que son un fiasco. Caer en las fauces de un grupo caníbal es hasta cierto punto muy sencillo porque, junto con la ausencia de conocimientos reales, el tallerista suele carecer de empatía, paciencia, amabilidad. 

Sin afirmar que esa sea la causa principal de la deserción de las mujeres de los talleres literarios, un hecho claro es que ellas abandonan los barcos con relativa facilidad y bajo pretextos y justificaciones menores. Los hombres no, quizá porque suelen tener en casa a alguien que cumple con las partes que les tocan a ellos. 

Con frecuencia se escucha decir en esos grupos que las mujeres sólo se comprometen con su obra después de que los hijos se fueron, los maridos se jubilaron (o también se fueron), el deseo de viajar lo aplacó la devaluación, el doctorado ya no es indispensable para una buena chamba y de repente no queda más que la escritura como el único espacio seguro donde poder expresarse; sin embargo, muchas veces ni así las mujeres logran concretar una dinámica de trabajo. Las exigencias del medio, por pocas que sean, siguen arrebatando el precioso tiempo que debería dedicarse a la escritura. A pesar del cambio de hábitos, de casa o de marido, las mujeres encuentran difícil comprometerse con la literatura. 

Uno de los ejemplos más conmovedores y trágicos del destino de una mujer que nunca encontró el lugar ni el tiempo para dedicarse a crear una obra es el de Ingeborg Stuckenberg. Nacida en Dinamarca en 1866, Ingeborg se hizo famosa por haberse casado con el poeta romántico Viggo Stuckenberg pero, sobre todo, por haberlo abandonado tras 10 años de un matrimonio aparentemente feliz y productivo. El hogar de los Stuckenberg, una casa de campo en Jutlandia se hallaba muy alejado de la vida citadina y bulliciosa de Copenhague. La decisión de aislar a la familia vino, claro, de Viggo, el poeta que necesitaba quietud para crear una obra. La historia, sin embargo, no registra la terrible impotencia que sentía Ingeborg al hallarse tan aislada. Madre de dos pequeños varones, la rutina doméstica la alejaba de sus preciosos libros y manuscritos. Mucho se ha especulado sobre su participación en la obra poética de su marido. De hecho, una de las razones por las que Ingeborg toma la decisión de alcanzar a su hermano en Nueva Zelandia, fue que su participación en un libro de su esposo, publicado en 1928, Ellos son los mejores (de hecho, el más exitoso y más conocido por los lectores del mundo), pasó inadvertida al punto de que el editor eliminó su nombre de coautora. Al parecer, el poeta explicó a la ofendida Ingeborg que no tenía caso “asustar” a los lectores, los cuales podrían pensar que el libro no era tan bueno sólo por haber intervenido ella. Deprimida y sintiendo la injusticia como fardo sobre la espalda, la escritora le toma la palabra al jardinero de su casa, Arthur Madsen, quien la había estado enamorando y convenciendo de huir con él a “ese nuevo mundo donde el trabajo manual es apreciado y se paga con monedas de oro”. Llena de ilusiones y esperanzas sobre el futuro que la aguardaba, Ingeborg empieza a escribir la serie de misivas que pretendían ser un lazo entre la fugitiva y sus hijos. En dichas cartas la poeta explica los motivos de su partida, entre ellos, la falta de tiempo para escribir. No menos importante resultaba la falta de reconocimiento y de apoyo de parte de su esposo y de la comunidad literaria, empezando por los editores que no tomaban en cuenta las obras escritas por mujeres. Alegre y convencida de haber hecho lo correcto, todas las mañanas Ingeborg escudriñaba el mar en busca de la tierra prometida. Y escribía sus cartas; sin embargo, sus envíos nunca llegaron a manos de sus hijos. Su esposo se encargó de ocultarlas. Muchos años más tarde los parientes de Viggo las rescataron y la historia que narran ha servido de inspiración para obras de teatro, películas y series televisivas en torno de la trágica figura de Ingeborg Stuckenberg. 

Lo que los fugitivos hallaron en Nueva Zelanda no fue oro ni buenos tratos. Los recibió un clima extremoso al que Ingeborg nunca pudo acostumbrarse. Las jornadas larguísimas de trabajo (a veces más de 16 horas corridas) impidieron que la poeta se pusiera a crear una obra digna de su talento. A pesar de los sinsabores y las muchas ollas que tenía que tallar en las cocinas del aserradero a donde Madsen y ella llegaron a trabajar, Ingeborg se las ingeniaba para seguir escribiendo a su familia, esta vez en busca de ayuda y un poco de dinero para escapar del infierno. Su relación con el jardinero se deterioró muy pronto. Hombre rudo y analfabeto, Arthur nunca entendió la preocupación de su amante por las letras. Desesperada al no conseguir respuesta a sus súplicas, Ingeborg cumplía mal sus tareas. Una mañana se echó encima una olla de agua hirviendo y no pudo trabajar más. Encerrada en la cabaña que les servía de morada, la poeta descubrió el boleto de regreso que Madsen había comprado para él solo. Por más que le suplicó que no la abandonara en esas condiciones, el jardinero regresó a Dinamarca y la dejó sola en la hostil Nueva Zelanda. Pero olvidó su rifle. Una tarde de humedad enloquecedora, Ingeborg se disparó en el pecho. Tenía 38 años. 

Hasta ahora, las referencias sobre Ingeborg tienen que ver más con su marido. Incluso en la muerte, Viggo le ganó su parte de gloria. Sólo un año después del suicidio de su esposa, Viggo murió, envuelto en el escándalo, marcado por el estigma de un amor trágico que lo llevó a morir de tristeza al enterarse del fatal sino de la amada y odiada Ingeborg. Sus contemporáneos nunca se explicaron cómo aquella pareja, tan dichosa, tan buenos anfitriones, tan queridos por la comunidad de intelectuales de su época, pudo haber terminado su historia de amor de una manera tan ordinaria, tan baja. La travesía de Ingeborg, “Cartas desde ultramar”, es el registro emocional de una pérdida: la de las palabras. 

Para colmo de pesares, Ingeborg Stuckenberg fue sepultada en Nueva Zelanda. Su lápida ni siquiera ostenta su verdadero nombre. Al no saber quién era, ayudados sólo por testimonios, los trabajadores del aserradero pusieron en su lápida “Inge Madsen”. Apenas en este siglo XXI se reconoce su contribución a la literatura de su país y de su época. Paradójicamente, su viaje al infierno fue el único tiempo que en verdad tuvo para sí, para sus letras, para la historia. 

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