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sábado, septiembre 7, 2024

El chirrido de los grillos

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Uno de los aspectos más significativos de los usos y costumbres, como forma de regulación de un grupo social, es que a sus integrantes se les permiten normalizar formas de conducta que, bajo una perspectiva de legalidad, no son aceptables o por lo menos escapan del marco ético y moral de la sociedad convencional. Al contener un conjunto de normas no escritas, y al haber una clase de obediencia incuestionable, el grupo se mueve en una especie de nación alterna. Al no obedecer ni seguir las reglas de los demás, los integrantes de las comunidades excluidas del sistema social convencional pueden llevar a cabo acciones deleznables según el criterio de quienes sí se encuentran sujetos a las normas aceptadas.

Para entender esta aparente sinrazón, hay que tomar en cuenta ese viejo dicho que dice: “La costumbre es ley”. De ahí a la autosuficiencia y a la autonomía no hay más que un breve trecho. Los individuos sujetos a este sistema nunca aceptarán que están mal o equivocados, y las comunidades regidas por usos y costumbres están convencidas de que su forma de entender la convivencia y sus problemas es la correcta. No toman en cuenta que, en nuestro sistema normativo, la costumbre sólo regirá en defecto de ley aplicable, siempre que no sea contraria a la moral o al orden público.

¿Cómo se puede establecer, entonces, esta burbuja social sin más ley que la dictada por la repetición constante de comportamientos específicos y lógicos dentro de la colectividad, sea ésta un pueblo o una comunidad cultural, artística, académica, laboral o de la naturaleza que sea? Muy fácil: por imitación y obediencia. Pero mientras que en las sociedades indígenas la enseñanza de este tipo de normas se pasa de padres a hijos y se valida por la tradición, en las burbujas gremiales se imponen poco a poco, a base de ensayo y error. En muchas ocasiones, cuando un bienintencionado ciudadano, consciente de que esas reglas no escritas violentan la normatividad escrita y aprobada por leyes específicas, se atreve a cuestionarlas y, peor aún, a desafiarlas, se encuentra con la reprobación, la sanción, el castigo o las consecuencias de no haberlas obedecido.

En las oficinas de gobierno, en la academia, entre gremios o grupos establecidos legalmente pero que en algún punto de su historia se fueron por la libre (caso específico de los sindicatos), los grupos establecidos en las distintas áreas someten a este anómalo y antiético tratamiento a quienes se niegan a obedecer sus mandatos. Dichos grupos se convierten poco a poco en mafias que incluso llegan a cobrar cuotas por protección a sus miembros. Cualquier ingenuo con la suficiente lucidez se dará cuenta de que, al ingresar en una institución con las esperanzas a tope y el encargo como pulido blandón de sus intenciones, es necesario derribar la gran muralla de usos y costumbres construida por las pequeñas mafias laborales, las cuales, al sentir el peligro, empiezan su tarea de ataque (única cosa para la que son buenas), con objeto de desacreditar y paralizar las buenas intenciones del “nuevo”.

Caer en el enfrentamiento con dichas mafias es llamar a la desgracia. Un mecanismo secreto empieza a mover goznes lubricados con mentiras, corrillos de empleados que miran al nuevo jefe con la sonrisa en la cara y el odio creciente y palpable en las actividades del día a día. La difamación, la desobediencia, los errores cometidos a propósito, así como la altanería y la franca protesta ante las órdenes que violentan su comodidad o sus intereses, empiezan a establecerse como las primeras acciones de una guerra cuyo propósito principal es someter al intruso o, mejor aún, hacer que lo corran.

Casi siempre, el detonador es el dinero. Sea porque el intruso los descubrió recibiendo sobornos, alterando documentación, metiendo facturas infladas o evidencias falsas, sea porque los mafiosos se niegan a aceptar cambios en su horario, su ubicación en la empresa o institución, sus salidas a consultas médicas, sus constantes faltas, sus días económicos más todas esas mínimas comodidades de las que está hecha la jornada de sindicalizados, gente de base o protegidos del sistema empresarial, la rebelión se desata. Nunca aceptan que salirse toda la mañana a “consulta” es un acto de corrupción. Que negarse a acatar el horario es faltar a la ley que rige a todo trabajador en México, es decir, la Ley Federal del Trabajo.

Peor aún cuando los mafiosos se acostumbran a recibir porcentajes de los proveedores, beneficiarios de programas o ciudadanos interesados en obtener algún servicio. Ahí se sienten dioses.

Aquellas “dádivas” se vuelven su bono anual, su completo, sobre todo en el gobierno, que no otorga reparto de utilidades.

Conozco de primera mano una oficina de gobierno que en estos días ha demostrado ser una cámara de torturas para las personas de confianza que trabajan en ese lugar, abandonado por la ley y por la decencia.

Todo empezó cuando, después del confinamiento dictado por la pandemia, los empleados debían regresar a trabajar en horario normal. Para empezar a organizar el arribo de todo el mundo luego del impasse, los directores de la Federación impusieron a una jefa y aprovecharon para mandar a otra persona, en calidad de empleada de confianza, que necesitaba estar en Puebla por asuntos familiares.

El infierno se desató para ellas cuando la nueva jefa trató de imponer un horario. Los sindicalizados querían seguir trabajando desde su casa, es decir, querían seguir cobrando sin hacer nada. Para ello habían traído a la empleada de Ciudad de México, ¿o no? Su reacción fue hostilizar a la “nueva”, quien se defendía con su trabajo. Peor estuvo cuando se les restringió el manejo y control de los dineros de programas federales. Siempre he dicho que cuando le tocas el bolsillo a alguien, aparece el demonio. Así fue. Con ayuda de su sindicato, movido por usos y costumbres, empezaron a hostilizar a estas dos mujeres, ejerciendo violencia laboral y hasta personal contra ellas. Han llegado al extremo de solicitar la entrega del expediente médico de una de ellas, para comprobar que no estuviera en tratamiento psiquiátrico. Evidentemente esa es una petición que no se le puede hacer a una persona sin faltar al código de ética y a la ley que protege la privacidad de las personas.

Cada día que pasa para ellas es un escalón más en su descenso al infierno. El acoso constante por no responder a los usos y costumbres de los mafiosos puede generar cuotas muy altas en términos de salud y, por supuesto, de empleo. Y mientras los usos y costumbres siguen avalando la venta de niñas para matrimonios forzados, la mutilación genital femenina, los asesinatos de “honor”, el matrimonio por secuestro o violación, los ritos de iniciación de bandas, los asesinatos rituales, las violaciones correctivas o el rechazo de tratamientos médicos por causa de la religión, entre muchos otras prácticas de grupos sociales, culturas o pueblos, en las oficinas de gobierno, universidades, escuelas y muchas empresas de la iniciativa privada se siguen generando mafias con sus propias reglas.

La pregunta persiste. ¿Quién protege a los excluidos y rechazados por los usos y costumbres? ¿A los que protestan, a los que denuncian y por esa razón se quedan sin trabajo, salud o vida?

El chirrido de los grillos es lo único que rompe el silencio.

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