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jueves, marzo 28, 2024

Ficción científica en el tiempo

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ENTREVISTA CON SIMON INGS

 

Carlos Chimal*

En la redacción del semanario New Scientist, que se publica en Londres desde fines de 1956, me encontré con Simon Ings, quien también escribe novelas, convencido de que vale la pena buscar una nueva ficción científica (FC). Simon fue editor de Arte y Cultura varios años de esa prestigiada revista hasta 2021, donde continúa abordando temas que vinculan la literatura, el arte, la ciencia y la tecnología. En la plática surgió un asunto clásico de la ciencia ficción tradicional (CF), el viaje en el tiempo. Se trata de un aspecto muy sensible en estos días hipermodernos, pues más que nunca miles de personas disfrutan (y padecen) la cultura del ocio, donde las horas adquieren una textura elástica.

Pero, ¿qué es el tiempo? ¿Cómo podemos definirlo sin estancarnos en un charco de vaguedades? En el siglo XIV San Agustín discurría de la siguiente manera: “Si nadie me pregunta, lo sé de inmediato; si tengo que explicárselo a otro, dejo de saberlo”. Sale a colación el libro del conocido escritor científico James Gleick, Time Travel. A History, en el que nos ofrece un completo y entretenido recuento de los escritores que se han ocupado de este tema en los últimos 200 años. Los físicos bromean cuando se les pide una definición: “Solo tienes que voltear a ver las manecillas o pantalla digital de tu reloj, según sea tu tecnogusto”, responden. Gleick cita al ilustre físico John A. Wheeler, quien se supone que alguna vez aseveró: “El tiempo es el instrumento con el que cuenta la naturaleza para mantener todo andando de una vez”. El escritor y cineasta Woody Allen también dijo algo similar. Poco tiempo después Wheeler admitió que había visto escrita la frase en la pared de un mingitorio en Texas. Uno de los genios de la física cuántica, región subatómica donde el tiempo parece otra cosa, Richard Feynman, se refirió al tiempo como “eso que pasa cuando nada más sucede”.

“Mira”, me dijo Simon, mientras esperábamos que la cafetera hiciera su trabajo, “una máquina nos hace entender sin lugar a dudas qué es el tiempo: cuando el aroma ya ha llegado a tus sentidos el líquido obscuro apenas viene cayendo en la taza”.

Entonces, el tiempo es movimiento. Durante el lapso que debe acontecer desde que las moléculas invadieron nuestros receptores neuronales epidérmicos y llegaron a nuestro interior, provocan actividad en el espacio. Cuando alguien te dice: “dame tiempo”, lo que quiere decirte es: “necesito espacio”. No obstante, para San Agustín el tiempo era todo menos espacio. Entonces aparece la paradoja del tiempo discontinuo. Sabemos que el tiempo existe porque pasa, pero, ¿qué con lo que ya fue (el pasado), o bien con lo que aún no es (el futuro)? No podemos medir lo que no existe. No hay nada atrás ni adelante, aunque muchas culturas miran el pasado como un lugar que radica en la memoria colectiva y el futuro como otro sitio al que anhelan trasladarse. Simon aseguró que, tanto el pasado como el futuro, son territorios desconocidos en los que hacemos cosas distintas a las que llevamos a cabo aquí y ahora. Pero no debemos confundirlos. Si bien intextricablemente unidas, las tres dimensiones espaciales provocan cosas distintas a la cuarta dimensión temporal, cosa que ya en 1655 Thomas Hobbes nos advertía de una manera sutil: “El tiempo es un fantasma en movimiento”.

Un reloj de sol montado sobre una piedra milenaria cuenta el paso del tiempo según las leyes que gobiernan el movimiento de los planetas y estrellas de nuestro sistema estelar. A diferencia de los relojes de arena, donde lo que se contabiliza es la caída por un orificio, o de los relojes convencionales, que desplazan manecillas en círculo, el reloj de sol mide el paso de la luz. Lo que importa es cuánto duran los objetos en una secuencia determinada. Para el filósofo alemán del siglo XIX, Arthur Schopenhauer, en el tiempo las cosas van una detrás de otra; en el espacio, las cosas están una al lado de la otra. Cuando se unen, nos ofrecen una representación en la que ambas coexisten. Para Unamuno el tiempo un tirano que nos conduce a la nada, pues el pasado ya no existe y el futuro aún no llega. El presente es una misteriosa transición al vacío. Por eso el poeta vasco desea derretirse en lo eterno, donde el tiempo cae derrotado. Wells también tomó en cuenta las reflexiones del matemático francés Pierre-Simon, marqués de Laplace, quien en 1814 afirmaba que el estado actual del Universo (como era conocido entonces) es el efecto de su pasado y la causa de su futuro, de manera que todo estaba fuertemente unido en un “mundo rígido”, es decir, gobernado por el inexorable mecanismo de las leyes físicas. Los escritores de principios del siglo XIX se propusieron desafiarlo y descubrieron el tiempo como tema literario. Casi de inmediato, físicos y filósofos voltearon hacia “la dimensión desconocida” con nueva mirada. La obra fundacional de H. G.

Wells abrió un horizonte imprevisto: las máquinas del tiempo pueden ayudarnos a entender. Sin embargo, como nos ilustra James Gleick, Wells no se inspiró en la filosofía introspectiva de Schopenhauer. Sus ideas literarias sobre el tiempo tenían como fuente los estudios sobre los estratos geológicos de Charles Darwin y Charles Lyell que había conocido en su paso por la Escuela Normal de Ciencias y Escuela Real de Minas.

Gleick se refiere con benevolencia a la siguiente generación de escritores de CF, luego de Julio Verne y H.G. Wells, entre ellos Isaac Asimov. Sin denostar su talento, la segunda oleada de esta literatura se aleja de la física y se acerca en forma romántica a la metafísica. Incluso se vuelve evangelizante. Entonces se inventa el cine y de inmediato le arrebata el poder de evocar imágenes a través de palabras, el poder del relato al que Edgar Allan Poe apelaba. Georges Méliès muestra al mundo que la fantasía ha dejado de pertenecerle a la literatura, de manera que ésta tendrá que buscar nuevos derroteros si desea encontrar genuinos lectores, distintos a la turba que se engulle toda clase de sinsentidos, siempre ubicados en un pasado inverosímil o en un futuro improbable. Se trata, en todo caso, de un ejercicio de imaginación cuyos hilos parecen enredados en un modernismo anacrónico. Si presentan sus historias a manera de alegorías de nuestros anhelos y atavismos, son débiles y ajenas a los sentimientos humanos; si escriben novelas finalistas, se vuelven fastidiosamente moralizantes. La incongruente CF es consistente en su empecinamiento. Cada quien muerde el anzuelo que se merece.

No obstante, afirma Simon, vale la pena regresar a ella por una sencilla razón: la novela tradicional no está abordando los temas, escenarios, tramas y situaciones desafiantes, efímeros, que plantea la realidad presente, imbuida de ciencias y tecnologías. En su momento, las novelas y obras de teatro de Cervantes y Shakespeare supieron encapsular el momento presente, lo cual fascinó a su público. Hoy las novelas van decenas de años atrás, viven en un pasado pálido, cargado de palabrería insulsa, estridente, o, peor, de poesía meliflua. Si deseas prosperar en este mundo, no importa cuáles sean tus creencias religiosas, tienes que ser un experto en el Presente y todas sus conjugaciones, entre ellas los dispositivos inteligentes, o al menos poseer uno que no se atasque. En palabras

de Simon, “en la actualidad debes de tener el tiempo libre, el dinero, las ganas y la educación para elegir aquellos pensamientos, historias y sentimientos que van a ocupar tu mente durante los próximos días, probablemente semanas”.

La única alternativa a la Ciencia Ficción es una Ficción Científica. Como quiera que se llame, Simon piensa que esta escritura se halla condenada a morir pronto, en la medida que los cambios tecnológicos y los descubrimientos científicos desechan ideas y objetos que resultan obsoletos para diagnosticar algún fenómeno de la realidad. No obstante, contiene los elementos narrativos necesarios, heredados de autores como Angela Carter y J. G. Ballard, para mirar lo que está sucediendo y mantener el interés del público por la literatura.

¿Y qué está sucediendo?

“Probablemente el inicio del colapso de nuestra civilización”, respondió Simon, “tal como lo planteó el espléndido escritor de CF, John Wyndham”. Dicho autor británico vivió entre 1919 y 1969. Fue él quien acuñó la frase “nosotros somos la catástrofe”, si bien el subgénero catastrófico ya se había ganado un lugar en el corazón de los lectores aficionados a las historias apocalípticas desde 1885 con la publicación de After London, or Wild England, escrita por Richard Jefferies. De hecho, Simon opina que si no fuera por esta continua marea de novelas, muchas de ellas malas, descuidadas y facilonas, quizás la literatura ya habría desaparecido. “Pero eso es válido hasta hoy en día, quién sabe mañana”, aclaró.

“Como escritor de ficción me interesó la historia de los sentidos, cómo se imbrican”, continuó. “Puse especial atención en la vista, desde todos los ángulos, tanto lo estrictamente poético-literario hasta lo neurofisológico, incluso lo matemático, sin olvidar las implicaciones sociológicas, políticas, en suma, culturales sobre lo que significa mirar, ver, contemplar, atisbar, otear. Y lo contrario: perder la vista en forma gradual o de un momento a otro. Asimismo, pondero los avances científico-tecnológicos que permiten recuperarla. Incluso exploro la posibilidad de adquirir nuevos sentidos. El resultado fue The Eye: A Natural History”.

Simon también escribió Wolves, una novela que aborda en forma original este subgénero de la literatura fantástica que oscila entre la fábula y el bestiario. Jóvenes emprendedores fundan una compañía de realidad aumentada, la cual ofrece viajes en los que puedes tener experiencias extravagantes, entre otras, encontrarte con hombres-lobo.

Entonces la realidad comienza a disolverse en una persecución cerebral. “La escribí”, sostiene Simon, “como una metáfora del momento presente, cuando esta sociedad tecnologizada parece querer prescindir de los seres humanos. Es una alegoría sobre el colapso de la civilización, sin tener conciencia de que uno está inmerso en ella”

Para él es la única vía a fin de poner en boca (y en la mente) de los lectores de ficción asuntos candentes, realmente tras – cendentales, por ejemplo, los trastornos en el clima mundial. Simon se refirió al libro de Richard Leakey y Roger Lewin, La sexta extinción, y bromeó: “Tal vez ya iniciamos la séptima”.

Su libro Stalin and the Scientists aborda las consecuencias de que la Unión Soviética de José Stalin haya financiado ciencia que solo supo vender propaganda y manipular hechos, mientras que quienes osaban imponer el escepticismo, propio de la investigación científica, eran considerados “enemigos del pueblo”, provocando crímenes y tragedias inimaginables.

“Comencé a interesarme en el tema del `estado científico” al seguirle la pista a dos neuropsicólogos rusos, Alexander Luria y Lev Vygotsky, y terminé escribiendo sobre este delirio materialista marxista”, afirmó. El suyo es un punto de vista peculiar sobre diversos escenarios en el proceso de creación, no necesariamente objetos estéticos sino armas e ideas de destrucción masiva y exterminio. Una lección de historia para aquellos que creen en las “verdades alternativas”.

Le pedí que, como novelista interesado en la cultura científica, me hablara sobre el significado de nacer, de crecer y soñar, de enfrentar la muerte.

“Volvemos con nuestro viejo amigo, el Tiempo”, repuso. “Estoy convencido de que hay una morbosa obsesión por negar estos momentos cruciales en la vida de cualquier organismo. La ciencia, la tecnología, la cultura, el arte, la literatura trabajan, segundo a segundo, en busca de algo que los borre. Les resulta imperioso congelar el presente”.

Trascender es una forma de negar la muerte, las investigaciones de la medicina anti-envejecimiento representan otra forma de luchar contra la idea “insana” de que debemos morir.

Hay que modificar la representación social del cuerpo. Para un moderno el futuro es promisorio, habrá un mañana esperanzador; para un posmoderno el futuro es ahora, un desastre digno de Dios; para un hipermoderno el futuro fue ayer, cuando se nos fue el avión que habría de alejar al planeta del peligro ambiental. He ahí el caso de los músicos, artistas de la farándula y de la brocha fina, así como de los escritores del siglo que corre, quienes viven angustiados por no saber si finalmente habrá futuro para ellos, si serán recordados, es decir, leídos, al día si – guiente de su sepelio. Todos quieren seguir teniendo 25 años de edad a como dé lugar. Los políticos y estadistas realizan obras públicas con el mismo propósito (ser recordados como efebos y ninfas redentores) y, al igual que aquéllos, lamentan el día en que nacieron sus rivales.

“Es justo decir que también lo hacen para ofrecernos cierta estabilidad, la sensación de que el futuro no va a cambiar nada”, puntualizó Simon, “de que no existe más que un presente continuo, eterno. Sin embargo, esto no es así y la realidad parece más bien al borde del colapso”.

Simon citó al norteamericano Bernard Wolfe, escritor de CF que podría resultar emblemático cuando nos referimos a estos estados extremos de la vida. Como dato curioso, Wolfe fue secretario particular del revolucionario ruso Leon Trotsky, exiliado y asesinado en México por su posterior asistente. En la introducción a su obra más conocida, Limbo, Wolfe afirma que él solo deseaba contar una historia suponiendo que el año de 1957 pudiera prolongarse para siempre. Dicho de otra manera, aseveró Simon, “no se trata de otra novela más sobre el futuro, más bien trata de llevar un momento de la Historia al extremo”.

En la antigua conciencia de la humanidad el tiempo es, ante todo, un recuento de los días, un ir y venir entre números positivos y negativos. Aristóteles, hasta donde sabemos, fue el primero en preguntarse sobre la naturaleza del tiempo. Es la medida del cambio, concluyó. Llamamos tiempo al hecho de contar, de llevar a cabo un recuento de tales cambios. El tiempo se perpetúa, arrastrando consigo la necesidad de movimiento por parte de todos los actores que pueblan el Universo. Aristóteles pensaba que si nada sucede, el tiempo se detiene. Pero en el mundo debe de haber algo que, de alguna manera, dé origen al tiempo que nos rige, con su orden, su pasado distinto del futuro y su fluir irrefrenables, excepto que el infinito nos depare una sorpresa.

De algún modo, nuestro tiempo tiene que surgir a nuestro alrededor, a nuestra escala. Está hecho a nuestra medida. El tiempo, incluso en la Tierra, no es único. En la montaña transcurre más deprisa que en la llanura. Esto apenas es perceptible, se requiere de instrumentos muy sensibles y sofisticados, pero puede comprobarse. Algo similar sucede con el espacio. Antes había un arriba (el cielo) y un abajo (el infierno, las entrañas del planeta), hoy sabemos que eso es relativo, hecho a nuestra medida. Es tan real como la ficción que lo ostenta. Se trata de un paradigma, pero que percibimos “desenfocado”, asevera el físico Carlo Rovelli.

Experto en gravedad cuántica, se ha dado a la tarea, junto con otros investigadores, de “desmenuzar”, de ofrecer una explicación minuciosa desde el punto de vista científico a la naturaleza y existencia del tejido espacio-temporal, así como al papel que desempeña el tiempo en semejante entramado. Como veremos en el siguiente capítulo, la literatura del pasado remoto realizó un extraordinario ejercicio mental, en el que se examinaron el tiempo y el espacio, y se experimentó con la luz (y el sonido, aunque de esto se tienen nimias referencias). No obstante, tuvo nula repercusión en el desarrollo de las ideas científicas, hasta el siglo XIX. Hoy existe un robusto vaso interno que comunica las hipótesis y teorías de diversos investigadores con una importante vertiente literaria.

Para Rovelli, quizá el mayor misterio de nuestros días sea la naturaleza del tiempo. ¿Qué hay más univeral y evidente que el discurrir?, se pregunta. Y responde: “Las cosas son más complejas. La realidad suele ser distinta a lo que parece: la Tierra parece plana, y sin embargo es una esfera; el Sol parece girar a nuestro alrededor, y en cambio somos nosotros quienes giramos en torno a él. Tampoco la estructura del tiempo es la que parece; es diversa de ese uniforme discurrir universal”. Preguntas como: ¿por qué recordamos el pasado y no el futuro? ¿Somos nosotros quienes existimos en el tiempo, o por el contrario, es el tiempo el que existe en nosotros, provocado por nuestro existir, cristalizado en el momento en que empezamos a medirlo?, se hallan bajo el escrutinio de investigadores, no solo teóricos, sino experimentales, dado el avance en la construcción de dispositivos detectores muy finos y sensibles, por ejemplo, los que reconocen las señales de las casi invisibles ondas gravitacionales, así como las que emiten los hoyos negros.

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