A Jorge Aguilar Mora, In memoriam
Desde los albores del Renacimiento los teóricos del arte comenzaron a referirse a una cualidad inefable, el furor creativo, para caracterizar al artista que se había “elevado” sobre las simples y mundanas reglas. La “alta fantasía” que se adjudicó a la obra literaria de Dante, quien ya entonces era llamado “el divino”, en efecto mantenía similitudes con la fantasia supra que Miguel Ángel derrochó en las suyas.
Como se sabe, el largo poema del toscano se intitulaba simplemente Comedia; fue Giovanni Boccaccio quien pocos años más tarde le agregara el adjetivo inmortal. Dante lo llamó también “poema sacro” dado su carácter transgresor de ámbitos vedados a los vivos.
Sin embargo, su trabajo, así como el del mismo Miguel Ángel, Leonardo y el de Alberto Durero, por ofrecer solo tres ejemplos conocidos, nos muestra cuán poco valen las simples reglas si no se posee algún talento y qué desperdicio de este si no se conocen las reglas.
El choque entre lo supra y lo infra en el arte nos permite trazar el punto donde el brillo personal que contribuye a forjar a un gran artista se convierte en inspiración de la aventura científica. Quizás por ello, conforme el arte adquirió autonomía en las esferas sociales y se indigestó con una sopa de divinidad, hubo una reacción violenta en contra del arte “periférico”, “subterráneo”, así como de la misma ciencia y su instrumento, la razón.
William Blake, pintor y poeta, es el más genuino representante de un mundo que aún no acababa de explicarse el sentido ni de prefigurar el camino que proponían la ciencia y la tecnología del siglo XVIII, y su inevitable fusión con la imaginación artística. Para él, la cualidad del arte solo podía expresarse en sus propios términos, alejada de elementos “contaminantes” como la ciencia y el arte inframundano.
Como idealista a ultranza se dedicó a ridiculizar en sus pinturas el racionalismo científico y las filosofías empiristas, aduciendo que el genio creador del artista comienza donde terminan las reglas. Su cuadro intitulado Newton (1795) muestra a un hombre enjuto, infra, obsesionado en sí mismo y su insignificante compás.
Blake creía que Dios no permitiría que la Verdad estuviese confinada en unas cuantas demostraciones matemáticas y “trucos” con prismas. El artista genuino es aquel que descubre el infinito en un ser que nace y en el que viaja; es alguien que pone su imaginación onírica en práctica y diviniza su arte. En cambio, el artista que suprime sus sueños y solo ve proporciones geométricas (que tanto gustaron a Leonardo), apenas se observa a sí mismo, por tanto, nunca alcanzará lo divino.
La postura feroz y romántica de Blake, a quien podríamos añadir al también pintor y literato, Benjamin Robert Haydon, no impidió que otro pintor británico, Joseph Mallord William Turner, al igual que el poeta alemán Johann Wolfgang von Goethe y otros artistas que vivieron durante el siglo XIX siguieran estudiando y, en cierta forma, jugando con las nociones abstractas y los experimentos científicos. Son famosas las reflexiones de este poeta acerca de los fenómenos ópticos relacionados con el color.
Ya antes Peter Paul Rubens fue un ejemplo notable con cuadros como Prometeo encadenado (1611-1612) y Venus ante el espejo (circa 1615). Una vez superado el primer trauma, luego de la cascada de descubrimientos científicos y avances tecnológicos desde 1800, los artistas modernos olvidaron la falsa dicotomía entre arte y ciencia, y se lanzaron en ambos campos, como una respuesta estética a un mundo caótico; una respuesta, desde luego, no exenta de angustia ni escepticismo por las consecuencias de este nuevo orden mundial.
La alta fantasía, el anhelo de alcanzar un estadio superior fue cuestionado en los salones de arte, en bares y cafés, a la orilla de los ríos y en las colinas o al pie de los volcanes. Se transformó en una jornada infra, como sucedió en la vida de Dante. Perseguido por cuestionar la autoridad del Papa, escribió un poema imperdonable, un retrato dotado de una visión infra de la sociedad que le tocó vivir. Y padecer. Al cabo de 700 años finalmente el ayuntamiento de Florencia le otorgó el perdón y el Vaticano se apiadó de su alma.
Resulta paradójico que la amplia difusión de los aspectos teóricos del espacio geométrico y la óptica causara un efecto disuasivo en cuanto a la representación espacial de la pintura europea durante los siglos XVIII y XIX. Excepto Jacques-Louis David y algunos alemanes, la teoría y la práctica de la perspectiva lineal había caído en desuso.
La abundancia de manuales condujo a una fatiga estética y esta, a su vez, provocó cambios desde 1700 en la forma de ver, de conocer y de crear. Incluso autores imbuidos de la tradición renacentista, propensa a concebir el arte y la ciencia unidas en una esfera mayor, el conocimiento, se movieron rápidamente, pero sin perder la continuidad geométrica.
Philippe de La Hire, en Francia, y John Ruskin, en el Reino Unido, son muestra de ello. Entre el análisis cartesiano y el capricho pastoril se impusieron los temas graves; esto no impidió que la pintura erótica heredada del rococó siguiera tentando el pathos moral de los años que preludiaron las revoluciones, empezando por la francesa.
En 1860 se creía en el carácter figurativo del arte, se lo defendía con vehemencia. Luego de la invención de la fotografía esta noción se perdió. La respuesta fue el impresionismo, la última forma armónica de tejer la ilusión óptica infra, adversaria de la fantasía supra, ciega ante la realidad circundante y la nueva, imperfecta belleza. Después todo se volvió relativo y previsible.