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martes, abril 30, 2024

Gran galería de la evolución: Vínculos de la naturaleza, la historia y el arte

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Carlos Chimal

Uno de los sitios emblemáticos de la ciudad de París es el jardín de plantas, localizado en el barrio quinto, entre la Gran Mezquita, el campus universitario de Jussieu y el río Sena. Si bien no tan señorial como el jardín de Luxemburgo, no obstante su historia y popularidad entre los parisinos, y no pocos visitantes extranjeros, lo colocan como uno de los sitios obligados para quienes gustan de los vínculos entre naturaleza, historia y arte.

Con una extensión de 24 hectáreas, se trata del jardín botánico más abundante, espectacular de Francia. Ostenta una diversidad biológica inigualable, con más de 7 mil ejemplares disecados, tan bien conservados que parecen estar vivos, aunque solo es posible exhibir 3 mil. A lo largo de los senderos que sirven a los asiduos para ejercitarse, ya sea trotando o simplemente caminando, se encuentran sitios culturales dedicados a la naturaleza y que enseñan las valiosas colecciones del Museo: la Gran Galería de la Evolución, la Galería de Paleontología y Anatomía Comparada, la Galería de Mineralogía y Geología, sin olvidar el magnífico rosedal, y plantas medicinales que se cultivan desde 1635 por órdenes de Luis XIII. También alberga uno de los zoológicos más antiguos del país, inaugurado en 1794, aunque pequeño.

En estos edificios laboraron ilustres naturalistas y botánicos, como Jean-Baptiste Lamarck, Georges Cuvier, Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon, e Isidore Geoffroy Sain-Hilaire. Al final de la Revolución, el jardín medicinal se convirtió en jardín botánico. Pocos años después abrió sus puertas el Museo de Historia Natural dentro de un edificio de hierro y cristal.

 

El propósito de Luis XIII impulsar el desarrollo novedoso de la investigación médica y farmacéutica, la cual solo se ejercía de manera tradicional en La Sorbona. Esta original manera de impulsar el conocimiento de la naturaleza inspiró a Francisco I a fundar El Colegio de Francia y, más tarde, las autoridades de la Tercera República, a concebir el sistema de investigadores de la nación, conocido como CNRS.

Casi de inmediato el público se volcó a admirar los gabinetes de curiosidades del mundo biológico. Fue gracias al talentoso, polifacético conde de Buffon, quien fue su director hasta su muerte, en 1788, que el sitio adquirió las dimensiones actuales y enriqueció las colecciones que aún en nueustros días podemos apreciar. A pesar de no tener claro los revolucionarios el papel que desempeñaba dicho jardín real, finalmente comprendieron su valor y, en 1793, crearon el Museo de Historia Natural, casi al mismo tiempo que el Museo Central de las Artes, antecedentes del actual Museo del Louvre. El nuevo establecimiento tuvo desde sus orígenes la misión de investigar, conservar las colecciones y divulgar el conocimiento emanado de ellas, objetivo que sigue siendo su principal mandato.

La historia natural experimentaba su apogeo. Lamarck realizó notables aportaciones a la teoría de la evolución, Saint-Hilaire desarrolló “la casa de las fieras”, al recibir la famosa jirafa de Carlos X y concebir un plan coherente para organizar la exhibición de los animales vertebrados, mientras que Cuvier fundó aquí la anatomía comparativa y la paleontología.

En ese entonces se pusieron de moda las expediciones naturalistas, animadas por el expansionismo europeo hacia otras latitudes de la Tierra. Exploradores de las especies biológicas se unieron a geçografos, sacerdotes y soldados por todo el orbe, elevando el número de ejemplares de manera exorbitante de tal forma que, a mediados del siglo XIX, los laboratorios y galerías se encontraban saturados. Al mismo tiempo, los grandes científicos habían pasado a mejor vida, criis acentuada por la revolución conceptual llevada a cabo por Charles Darwin y sus seguidores. Sin embargo, en un esfuerzo intelectual y social, el Museo de Historia Natural llevó a cabo las extensiones necesarias de sus instalaciones, por lo que en 1848 se abrió una nueva galería, dedicada a la mineralogía, al mismo tiempo que llevaba a cabo una renovada clasificación y sistematización de sus colecciones biológicas. En 1889 se abrió el llamado “Louvre de la historia natural”, tratando de cuidar el aspecto estético, la curiosidad y el exotismo que el público exigía.

Pero el éxito declinó rápidamente ante el exceso de ejemplares exhibidos y una museología cargada de expresiones academicistas que abrumaban al visitante. Con el paso del tiempo la gente comenzó a abandonar el lugar, aburrida del quietismo. Lo único que perduró fue la nostalgia de los días de gloria. La segunda Guerra Mundial empeoró las cosas. El techo de cristal, otrora espectacular, ahora estaba quebrado; sin un adecuado mantenimiento, el olor de los miles de litros de alcohol y formol acabaron con el encanto. En 1965 se decidió cerrar hasta que el gobierno de François Miterrand emprendió la renovación de sitios icónicos. Aun en 1968 podían verse los especímenes en confusa aglomeración. Finalmente, en 1994, y luego de una profunda reconstrucción, la Gran Galería de la Evolución abrió sus puertas.

Hoy en día es un sitio animado, vivo. Su techo de cristal cambia sutilmente de colores al cabo de varios minutos, las colecciones sorprenden a chicos y grandes, las salas dedicadas a las especies extintas atraen a decenas de visitantes, así como los fósiles, acompañadas de células realmente ilustrativas. En 1985 se excavó a fin de construir una zooteca subterránea de tres niveles, lo cual permitió desplegar con soltura la colección de miles de ejemplares. En la parte central el visitante puede admirar los enormes vertebrados de la sabana africana.

Al entrar al segundo nivel podemos observar los rinocerontes que se erguían en el soológico de Versalles durante el los reinados de Luis XV y Luis XVI, algunos de los ejemplares más antiguos que se conservan en el Museo. Al final de la exposición podemos contemplar un mural de docenas de colibríes, haciéndonos comprender la riqueza y, al mismo tiempo, la fragilidad de la vida en el planeta.

En otras salas es posible admirar las especies más raras y vistosas. Tal es el caso del venado de Schombugrk, traído desde Siam (hoy Tailandia) en 1862. También podemos conocer cómo era el canguro rata de ancho hocico, o bien el tilacino carnívoro de Tasmania, también llamado lobo marsupial. Asimismo, se conserva en inmejorables condiciones un huevo fosilizado de Aepyornis (ave elefante), pájaro de grandes dimensiones que se menciona en el relato de Simbad el marino. Aquí, en un área de 6 mil metros cuadrados, es posible poner en perspectiva la evolución de la vida terrestre de los últimos 4 mil millones de años. Sin duda, el arca de Noé no se encontró en el monte turco de Ararat, a 5165 metros sobre el nivel del mar, sino que se forjó aquí, a ras del río Sena francés.

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