Permanentes, y al mismo tiempo evocadores del halo transitorio que envuelve la vida, son los cuadros de Frida Kahlo, quien exploró como nadie el horror de la balbuceante medicina moderna de principios del siglo XX, y lo plasmó en sus pinturas hospitalarias. Existe un juego de anticipaciones y euforia posterior en sus obras tremendistas. No solo eso, Raíces (1943) y Moisés o núcleo solar (1945), por ejemplo, pueden relacionarse con la deconstrucción, con la complejidad en muchos niveles, incluso sexuales, algo que un ser humano como ella también experimentó “a toda modernidad”.
No menos farmacéutica y producto de la primera oleada de introspección mental que sentó las bases del psicoanálisis y la psiquiatría se encuentra la obra de dos ilusionistas que se afincaron en México. Ellas son Remedios Varo, en Retrato del doctor Ignacio Chávez (1957), en Tailleur pour dames (1957) y en Planta insumisa (1961); y Leonora Carrington, en Le grand adieu (1958) y en I Saw Their Eyes (1968).
Más allá de constituirse en meras ilustradoras encantadas con un tipo ordinario de surrealismo, ambas pintoras se aventuraron a representar lo fugaz neuronal y la ilusión de permanencia que provocan los procesos mentales, aspectos de nosotros mismos que apenas empezamos a conocer por diversos medios, tanto químicos como genéticos, y a los que ellas, igual que Frida Kahlo, lograron darle un orden en un ambiente tan volátil y esotérico como el México de la primera mitad del siglo XX.
En ese tenor se encuentra la obra de Pedro Coronel, pues sin duda adquiere una dimensión igualmente profunda porque nos hace entender cómo la experiencia cotidiana puede transcurrir en el silencio incontenible, en medio de la algarabía que suscitan los organismos vivos. Si observamos, por ejemplo, Sobre la tumba de Justino (1974), ¿podemos decir que la vida solo es una pausa de sentido, calor y estrategia concertada, que transcurre entre la inmensa frialdad de lo inerte? Quizás sí, siempre y cuando logremos entender, como El melancólico de noches (1977), que alguna vez fuimos polvo de estrellas y en un futuro no muy lejano seremos habitantes de un condominio de sombras largas.
Por su parte, parte de la obra de Rafael Coronel enfrenta una de las cuestiones más apremiantes de nuestro tiempo en términos científicos: cómo y por qué surgen las funciones mentales, de naturaleza temporal, a partir del cerebro que las contiene, y su confrontación con otras especies. En Niño genio en el pizarrón (1965) y en Busquen a la rata (1973) nos ofrece una lección de comportamientos, deseos y esperanzas que exhibimos en común dos especies distintas de mamíferos: los humanos y los roedores.
Hay otro gran maestro que a lo largo de su obra, en particular a través del retrato, consiguió enfrentar en forma serena y descarnada la condición temporal, acercándose al escepticismo, alejándose del estridentismo. Forjando eslabones entre diversos realismos, Carlos Orozco Romero dejó para la posteridad La manda (1942 y 1953). A partir de una fotografía de un reportaje acerca de las personas que se laceran a sí mismas a fin de cumplir una promesa, Orozco Romero se interna, no en un falso surrealismo, sino en ese estrecho filamento donde se funden lo perenne y lo fugaz.
En el cuadro de 1975 (Personaje), así como en otros, la mayor preocupación de Francisco Corzas también es explorar dicho filamento, encontrar las formas primigenias de lo que puede permanecer, más allá de los cuerpos y objetos de la realidad que las preceden. Gerardo Cantú (Hojas de papel volando, 1977) juega con la idea de que, como la luz, nada permanece excepto el amor que depositamos hoy, a sabiendas de que incluso este noble sentimiento habrá de extinguirse.
¿Cómo construir tu permanencia si vives ocupado en perseguir el fantasma de la necesidad? Julio Galán, en El necesitado de amor (1998), nos ofrece algunas claves. El cuadro es perturbador. Retrata a un militar condecorado, viendo de frente. Su mirada es indolente, incluso denota cierto fastidio; sus manos en los bolsillos esperan el momento de ser liberado y ayudar a levantar su cuerpo victorioso, pero maltrecho. El agridulce amanecer después de la batalla se refleja no solo en su rostro pálido, sino en el rojo que moja la región del sexo.
Víctor Rodríguez, en Diálogo IV (1999), retrata a una mujer y una muñeca guignol que es la imagen clonada de sí misma, en miniatura, manipulada por uno de sus brazos. El gesto de la ama de casa es severo, mientras que la actitud del títere es desafiante. Se trata de un diálogo áspero, un duelo sin cuartel con el propósito de determinar quién de las dos habrá de permanecer en este mundo y cuál se convertirá en un recuerdo fugaz.
Un caso peculiar de introspección de ese espacio donde se funden permanencia y fugacidad es el de Alfredo Castañeda, por ejemplo, en Un solo rebaño, un solo pastor (1976). El pastor se repite, al igual que las ovejas, gradualmente convertidas en nubes; carga a una de ellas entre sus brazos, probablemente la descarriada.
Castañeda nos hace un guiño, agregando por ahí un “milagro” de retablo. Eso significa que el pastor, con su sombrero negro de ala ancha, desea permanecer salvando almas, sobre todo a las más rebeldes. Otros ejemplos de semejante búsqueda son los cuadros No tengo nada más que ofrecerte (1983), ¿Qué te pasa buscador de tesoros? (1986) y, finalmente, con un humor aderezado por sus capacidades literarias, Fuga al amanecer (2003).
En la ruptura tecnológica que representa la obra de Manuel Felguérez existe la misma clase de búsqueda, si bien en diferentes tonos y tesituras. Y es que el zacatecano experimentó diversas fases que tienen que ver con el ensayo de la eficacia, la perfección como una manera de garantizar la permanencia y la proyección de emblemas alrededor del progreso, sin olvidar la cancelación de oportunidades para unos a favor de otros. ¿Y no son estos, precisamente, los emblemas de la modernidad? Lo vemos en Le voyeur, así como en Pulsación dinámica, ambas de 1966.
Arcadia es aquella ciudad donde, supuestamente, desaparece la lucha entre permanencia y fugacidad. Pero como nadie la ha visitado, las y los artistas antes mencionados, por si las moscas, produjeron sus obras anhelando recuperar cada momento efímero con tal de permanecer.